Daniel Pinelo

En nuestro recorrido diario hacia la Isla Baja, el paisaje se nos mostraba diferente, condicionado por los meses del año y por las estaciones; ellas retocaban el entorno y las costumbres por donde tenía lugar nuestro recorrido. Eso sí, eran cambios que se repetían año a año.

Al principio del mes de mayo, el furgón rojo entraba por la calle Grande de Los Silos y antes de percibir el sonoro roce de los adoquines en contacto con las ruedas del vehículo, los ojos se encontraban en alerta, buscando en los laterales de la calle los adornos florales que engalanaban por esas fechas el recorrido. Las cruces se disponían en el frontis de las casas, a un lado de las puertas de las viviendas, casi a la misma altura de las ventanas de esta vía de entrada al municipio. Disfrutábamos con los matices y texturas que nos ofrecían las flores, sin comentarios, en silencio, y embriagados por los colores que se manifestaban sobre las maderas que colgaban de las paredes. Eran como todos los años las cruces de mayo. Incluso, ya abierta la carretera de circunvalación de Los Silos, durante esos días atravesábamos el pueblo por la calle donde el piche no había ocultado el empedrado.

Este recorrido interior del casco lo repetíamos a lo largo del año en varias ocasiones. Durante los primeros días del mes de septiembre cenefas de papel fino se entrelazaban y serpenteaban en torno a un hilo a lo largo y ancho de la plaza, donde faroles y adornos se disponían de manera uniforme. Un escenario ocupaba uno de los laterales del recinto, cerca de ayuntamiento; al otro lado, en una de las esquinas, la que da a la carretera, se situaba el puesto de turrón de Tacoronte con sus distintas variedades de garapiñadas de almendras y maníes, el puesto de Maribel. Y en medio se erigía el templete decorado con sus mejores galas, donde los músicos de la banda del pueblo, tan esperada, interpretarán el nuevo repertorio. El pueblo comenzaba sus fiestas del mes de septiembre.

Próximo ya el final del año, por San Andrés, la carretera desde Icod a Buenavista nos anunciaba la proximidad de las fiestas de Navidad. De las flores de pascua brotaba ya su rojo intenso, y entre ellas destacaba la que se encontraba al final del barrio de El Guincho, en una de las curvas, al lado de una de las paradas de guaguas; esa era una flor de pascua doble, que pasábamos a verla, desviándonos de nuestro recorrido y evitando el túnel de esta zona de Garachico. También enfrente del pescante de Garachico, uno días antes de la lotería de Navidad, la representación de un belén se colocaba en una cueva. En alguna ocasión el mar de leva lo arrastró.

Las rotondas, al igual que en uno de los laterales del empaquetado de la FAST, se convertían a lo largo de año en espacios informativos. Anunciaban, y muchas veces nos anticipaban, los acontecimientos que se desarrollaban en la zona. Festividades como la de San Antonio Abad, el día de Canarias o de la Luz; los festivales de cine ecológico, de música y de narración oral entre otros; además de ferias de artesanía; e incluso de algún acto de carácter gastronómico o comercial. Esos espacios se transformaban a lo largo del año en función de los actos a realizar.

Algunas situaciones a lo largo de año no acontecieron, y hasta el último momento lo buscábamos. Un invierno seco impedía la presencia del agua que se desbordaba por la fuga de La Caleta, entre Garachico y Los Silos. Su presencia daba normalidad a ese año. El agua caía con fuerza y de manera continua. Por los mismos motivos, durante un invierno raro, a la altura de barrio de Buen Paso, no veíamos el blanco intenso de nuestro Teide, ni sentíamos los cuatro o cinco grados de temperatura que notábamos por ese lugar cuando el blanco de la nieve cubría totalmente nuestro volcán.

Pero fuera el mes que fuera y para completar nuestros gustos paisajísticos, nunca nos faltó el paseo por la pista agrícola que une Buenavista con Los Silos. Lo hacíamos por la tarde y después de algún almuerzo por Buenavista. Regresábamos a Los Silos por esa vía, y parábamos el furgón en la zona donde la carretera alcanzaba su mayor altura. Allí, en silencio, observábamos un mar de plataneras que se extendía desde la costa hasta la carretera general, y donde el Roque, el Faro, la Máquina y el antiguo acantilado, completaban un mosaico, que hasta el día de hoy me sigue pareciendo un lugar único y representativo de nuestros paisajes agrícolas.

Y mientras mirábamos ese lugar recordábamos y sonreíamos con algunas de las anécdotas e historias que nos contaba uno de nuestros compañeros a las ocho menos cuarto de cualquiera de los días que llegábamos a nuestro destino. Pero algunas de esas historias las dejaremos para otro momento.