Voy a empezar siendo sincero: no sé exactamente si son más o menos de treinta, pero es una cifra aproximada. Es el número de veces que he vivido la Semana Santa en Garachico, con el frío por la Cruz Roja la noche de la Santa Cena, con el olor a mar en la Esteban de Ponte durante el Encuentro, con las lágrimas al ver salir al Cristo desde Santo Domingo y el suspiro cuando entra en Santa Ana casi rozando la lámpara principal del templo, con la escalinata de la Glorieta convertida en grada para ver desfilar todas las imágenes de la Magna, y con el sonido profundo del sepulcro con el que acaba el Viernes Santo.

Lo echo de menos. Eso, y vivir todo eso rodeado de los míos y de los que vas encontrando en cada momento. Añoro comentarios como «cada vez parece que viene menos gente» o «este año los ramos de la Dolorosa están preciosos». Tengo ganas de volver a escuchar el Kyrie en la misa del Jueves Santo con mi camisa de botones nueva y quedarme sorprendido con la decoración del Santísimo. Quiero escuchar la voz de aquel que canta El cáliz que bendecimos en el salmo y estar pendiente de la homilía del sacerdote que ha venido de otro punto del mundo por si se le escapa algo más político de lo normal. Después de la misa, me apetece comer un poco de ensaladilla en la cocina de Abuelo mientras, de fondo, suenan las matracas anunciando que está saliendo la procesión. Quiero Jueves Santo en Garachico.

Echo en falta apurar a mi familia para no perdernos el Encuentro

Lo echo de menos. Echo en falta apurar a mi familia para no perdernos el Encuentro. Ver pasar al Nazareno por los callejones que unen la calle San Diego con la Esteban de Ponte. Mirar al cielo y verlo azul brillante. Escuchar el mar de fondo mientras un grupo de personas dicen eso de «que por tu Santa Cruz redimiste al mundo». Llegar antes que la procesión a la plaza de Santo Domingo y desde las alturas ver a la Magdalena, San Juan, la Verónica, Jesús Nazareno ayudado por el Cirineo y la Dolorosa. Me ilusiona ver a las niñas y a los niños rodear las imágenes. Me da la sensación de garantía para el futuro.

Y, entonces, oír la banda. Todo el mundo cogiendo una posición. La gente, callada. Quiero ver abrir las puertas. Humo, mantillas y corbatas negras. Aparición del Cristo Crucificado. Llanto. Otro año más. Ya no está «el marido de no sé quién, que se murió hace un mes». Pero sí está «aquella, que dio a luz; si vieras lo bonita que es la niña, se parece a la abuela». Detrás del Cristo, a media voz, conversaciones de pueblo que hacen todavía más grande este momento de encuentro y procesión.

Ya no está «el marido de no sé quién, que se murió hace un mes». Pero sí está «aquella, que dio a luz»

Lo echo de menos. Pescado encebollado de mi madre, papas guisadas y refresco. Y «un poco» de bizcochón de mi tía. Risas familiares para luego hacer una visita al velatorio en la casa de los Ponte. Miedo de niño, pero protegido por abuelo. De adulto, no se marcha la impresión. Paseo por la avenida. Mirar el reloj. Y saber que es la hora de ir cogiendo sitio. Sentarme en la escalinata del Ayuntamiento y ver pasar un bulto tapado cargado por varios hombres. Estar pendiente del inicio de la calle. Aparece un monaguillo, o dos, o tres. Y detrás, el Cristo Predicador con la mirada afable. Como la del Señor del Burrito. Delante de mí pasa la vida entera de alguien que cambió el mundo. Arte, flores, velas, miradas, fe… De pie. La escalinata entera se pone de pie. Tradición y respeto ante el Señor muerto, el mismo que será enterrado en un sepulcro dentro de una iglesia abarrotada y con luz tenue. Quiero Viernes Santo en Garachico.

Lo echo de menos. No soy de Garachico. Pero creo que en Semana Santa, al menos el Jueves y Viernes Santo, sí. El coronavirus me ha quitado ya dos oportunidades de cumplir con la tradición. Han sido alrededor de treinta y serán mínimo cincuenta o sesenta más. Eso espero.

Gracias a todas las personas que la han hecho posible y que me permiten hoy echarla de menos. Y gracias ya a aquellas personas que harán que la vuelva a vivir.