Supongo que este texto aspira a ser una colección de dos o tres impresiones de un periodista que disfrutó el pasado sábado de la representación de Fuenteovejuna. Así que debería incluir en este folio los instantes más notables de la función. Pero antes de entrar en faena creo que debo dirigir una sincera disculpa al lector, ya que a este evento no asistí como informador que observa desde su cómoda butaca lo que acontece en escena. Por el contrario, anduve por el escenario con los atuendos de un tal Maestre de Calatrava y un desaliñado Mengo. Fui más actor que profesional de la comunicación.

Digamos que por una hora contemplé el mundo desde los ojos de estos curiosos hombres del XVII y solo recuperé mi visión de periodista al recibir los aplausos finales del público… En resumen, esta nota la escribe esa especie de monstruo de tres cabezas, seis ojos y sesenta dedos que fui durante aquella noche de un fin de semana de julio.

La sabiduría de un clásico

El patio del antiguo convento de San Sebastián acogió, el pasado sábado, la representación de la adaptación de Fuenteovejuna dirigida por Ernesto Rodríguez Abad. Una de las obras clásicas más célebres de Lope de Vega y del Siglo de Oro. Esta función formó parte de la programación de La Escuela de Espectadores Teatrosilos, una iniciativa cultural única en Canarias que aspira a enseñar al público cómo consumir teatro clásico.

El auditorio, a lo largo de la representación de esta pieza teatral, fue contagiándose poco a poco de las angustias, amores y esperanzas de esos sencillos habitantes de Fuenteovejuna afectados por las injusticias del poder. Toda una situación social que podría compararse con las prácticas de ciertos regímenes políticos de la actualidad. Por esta y otras razones, no sería imprudente afirmar que esta obra clásica es un espejo en el que contemplar aspectos de la condición humana que nos acompañan desde el origen de los tiempos: la omnipotencia del mal, la búsqueda de la libertad, el amor al prójimo o la sed de poder. Tal vez sea urgente el apostar por la puesta en escena de los clásicos del teatro, ya que su sabiduría podría servir de brújula para guiarnos en esta época de confusión.

Los envolventes juegos de luces, las hipnóticas voces del coro, los colores del vestuario, el simbolismo de la escenografía, la veracidad de los intérpretes y la oscuridad y silencio de la noche permitieron que el antiguo convento se convirtiera en una máquina del tiempo. Cada asistente se acomodó en su silla, abrió bien los ojos, y marchó hacia un lugar nacido de la fecunda imaginación de un poeta llamado Lope de Vega.

El público fue testigo de los coqueteos entre los enamorados Laurencia y Frondoso, los llantos de culpabilidad de Flores o el grito final de libertad pronunciado por un pueblo insumiso y dispuesto a morir por un lugar más libre y justo. ¿Quién nos diría que ese pueblo ficticio nos resultaría tan familiar? Quizás todos, de alguna manera, nos sentimos aldeanos de esa maltratada Fuenteovejuna que imaginó Lope en 1619.

Es un lujo contar, a día de hoy, con un espacio que permite que los espectadores abonados enriquezcan su forma de ver el teatro clásico. Además, resulta provechoso el entablar un diálogo con los directores, actores o técnicos en las tertulias que se realizan después de cada función, ya que se intercambian opiniones, sugerencias o curiosidades. Por ejemplo, uno de los espectadores, en el coloquio sobre Fuenteovejuna, expresó su deseo de volver a ver la adaptación de Rodríguez Abad. La mayoría de los asistentes coincidieron con este oyente. Así que parece ser que más de uno querría volver a Fuenteovejuna. En otras palabras: más de uno desea volver a oír un trágico cántico de libertad.