El Puertito, durante las fiestas de San Juan

Hace casi treinta años llegué a la Isla Baja, a Los Silos. En esa época, ir a la Piedra de los Cochinos, recorrer el Monte del Agua, disfrutar los días previos al día de San Juan… formaban parte de una liturgia de obligado cumplimiento entre los jóvenes de la zona, siguiendo la tradición de sus mayores. Las historias y recuerdos de esos lugares, de esas fechas, formaban parte de la idiosincrasia de la zona.

Nunca me pude imaginar el contexto y el ambiente que pude observar alrededor de los días previos al día de San Juan. Las casetas pegadas al muro de la playa de Garachico, de las calas, de las playas y de los charcos, formaban parte de esos lugares. Me admiraba la organización y el cuidado que se mantenía, y aún se mantiene, por la costa.

Año tras año, esa escena se repetía y formó parte de mis rutinas. En uno de los charcos nos reuníamos la víspera del día de San Juan en torno a una paella, y entre remojón y remojón se iba acercando la noche. Las sardinas y algún que otro chicharro se iban asando mientras se mantenía la tertulia. Durante ese trajín iban apareciendo historias, anécdotas, chistes y cuentos.

En torno al fuego de su voz y de sus relatos, un compañero de centro, un buen amigo de Los Silos, nos deleitaba con sus historias que cabalgaban entre la ficción y la realidad. Los lugares y los personajes parecían de allí mismo; y entre ellas, la que vamos a intentar relatar. Sus ojos abiertos, su voz segura y pausada buscaba nuestra complicidad. Ese día nos contaba que unos de sus vecinos, Juan, hace unos días le había contado que:

«Hace algunos años, casi todos los domingos iba de caza con mi tío José. Uno de esos días, era principio de verano, yo decía Juan— llevaba el reloj que me había regalado mi tío por la Primera Comunión. Desde mi muñeca —contaba él con entusiasmo— se reflejaban los rayos del sol que pasaban entre las hojas finas del pinar. Me sentía orgulloso de ese regalo. A la hora de la comida, por miedo a que se golpeara, me lo quité y lo puse sobre en el suelo protegiéndolo con alguna rama —nos decía Juan—. Ese día, la tertulia era agradable entre los cazadores, pero el tiempo corría. Tuvimos que recoger con alguna prisa, iba cayendo el sol, y teníamos que regresar al pueblo. Cuando llegué a mi casa, me di cuenta que en el brazo me faltaba algo, el reloj se me había quedado en el monte —me decía Juan con disgusto, como si le sucediera en ese momento—. Hace unos días —me decía (ya hoy tiene casi los cuarenta años)—, fui con unos amigos de caza, llevé a mi hijo Sergio. Alrededor del mediodía, el viento ya no se sentía y el silencio formaba parte del paisaje —me contaba Juan—. Paramos bajo un pino para almorzar. Sobre un mantel colocamos la tortilla, algunos trozos de carne ya troceadas, pan, agua, y algo de vino; no faltando alguna manilla de plátano y una bolsa de frutos secos; después del bullicio empezamos a comer. El silencio volvió a reinar, oí un ruido constante, pero con pausa, venía desde lo alto de la copa de uno de los pinos —contaba Juan intentando, mantener la emoción—. Desde lo alto de ese árbol se reflejaba el sol; y el sonido lo oía cada vez más claro —me decía con más emoción—, tic, tac; tic, tac… Busqué un palo largo y alguna piedra pequeña, moví las ramas —Juan le embargaba cada vez más la emoción mientras seguía contando— y cayó el objeto. Era el reloj de mi Primera Comunión que me había regalado mi tío José, y que una rama mientras iba creciendo lo había subido hasta esa altura —me contaba el otro día Juan con una alegría infinita—».

Al finalizar el relato, nuestras risas y miradas se entrecruzaban, y el conflicto entre la realidad y la ficción florecía como casi siempre en las historias que nos contaba nuestro compañero del centro; aunque si se acercan al barrio de Las Vegas, en Granadilla de Abona, allí la realidad se impuso a la ficción. En un pino se colgó una campana hace mucho tiempo, y año tras año va subiendo en altura. Una soga se va anudando y alargando, para que cada año la campana siga llamando a fiesta por el día de Nuestra Señora de la Esperanza, que se encuentra en la ermita muy próxima al pino donde cuelga la campana, que cada año gana en altura.

Y que esta historia se funda con el fuego de la hoguera de San Juan y te llegue, amigo y compañero, allí donde estés.