A veces me dan ganas de correr hacia algún lugar, de huir de la invasión de ruidos que nos agobian, nos acechan, nos taladran, nos acuchillan como crueles bisturíes.

Me gustaría refugiarme en las horas únicas y verdaderas.

Solos árbol y yo. Frente a frente con una mirada de siglos que viene a buscarte desde un mundo perdido quizá.

Ese momento irrepetible en el que nos encontramos con nuestro yo.

Un paisaje, un árbol o la brisa que mece los sentidos y el silencio.

Vivimos en una sociedad que grita, que apabulla las calles de sonidos absurdos. Hablamos para que nos oigan a kilómetros sin pensar que le hablamos al que está a nuestro lado. Sin decir nada parloteamos con aparatos que no nos acarician. Somos esclavos de nuestros propios inventos. ¿Están a nuestro servicio o somos sus juguetes?

¡Cambiamos de aplicación y a otra realidad! No pensar. Es mejor no pensar.

Escuchamos música llegando a la estridencia. Gritamos. Gritamos tanto. No sentir. Es mejor no sentir.

¿Creeremos que tenemos más razón elevando el volumen?

Los argumentos no tienen volumen, tienen razonamiento, consistencia, profundidad y palabras.

El silencio nos aguarda para acariciarnos con sus leves manos de espuma. El remanso de tiempo en un espacio único nos hace sentir otra vez que formamos parte de la naturaleza.

Y nos sumergirnos en el mundo en el que se tocan los sonidos con las manos, se palpan las palabras, se mecen los fonemas…

Y hablamos. Hablamos para dejar que el aire envuelva nuestras frases.

Cada sonido se enreda en las historias: es un regalo.

Frente al árbol incrustado en la roca y la piedra vienen a mí las palabras y me dicen cosas del pasado. Me hablaban del atropello al que sometemos la naturaleza, del asfalto que crece, que arrasa, del cemento que invade.

Parece que se retuerce y me habla desde la piedra y la tierra.

Las casas de Erjos insinuantes me esperan; más atrás el Monte dle Agua, quejumbroso de sequías y olvidos.