Los lugares cambian. La fantasía suele transformar la fisonomía de las cosas, los lugares y las personas. En ocasiones las palabras guardadas con esmerado recato en el fondo de un cofre horadan la madera, y desde la oscuridad interior, con esfuerzo y tesón, salen afuera. Buscan la luz. Se quedan esculpidas en la tapa y las paredes. Cofres repletos de magias que vienen de tiempos antiguos. Lo mismo pasa con la cara de una persona cuando lo que anida en su interior sale a buscar la voz.

La plaza de la Luz se viste de palabras en noviembre. La mano que decora y la fantasía del diseñador transforman el entorno de ecléctica estética modernista imaginada por la prodigiosa mente de Mariano Estanga en un lugar en el que se puede soñar. Quizá el ingenioso arquitecto que renovó la sobria fisonomía del pueblo con el estilo delicado del art nouveau ya pensaba en un lugar para que anidase en él la palabra.

Aunque el descuido, la desidia y los utensilios de usos cotidianos se amontonen y oculten muchas veces la belleza del templete, aunque las cajas de refrescos vacíos compitan con la arquitectura, aunque algunos escriban mensajes incoherentes en los bancos, aunque no se mime el monumento el arte sobresale y brilla.

En noviembre parece que el arquitecto, don Mariano, se sienta en el kiosco y dirige el batallón de cuentos, historias, cantos y versos que buscan oídos ansiosos por escuchar.

La plaza se convierte en ese lugar idílico en el que estudiantes llegados de alejadas escuelas se mezclan con señoras que toman cortados eternos y cansinos, jubilados de mirada lejana o amas de casa que paran un momento su tarea para mirar como anida la palabra en los árboles cansados. La plaza vuelve a brillar unos instantes. Al arquitecto, cansado de mirar las cucarachas noctámbulas esconderse entre las baldosas, no le importa ver que las palabras transforman su diseño en un país ideal: La Nueva Isla de Nunca Jamás.

Y por un momento todos los habitantes de la plaza se sienten Peter Pan.

Festival Internacional del Cuento de 2016