Los lavaderos de Susana

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El aleteo de las voces de las mujeres bajaba por el barranco mientras restregaban las ropas sucias en las piedras del lavadero. Y cuando había llovido y corrían las aguas las carcajadas bajaban resbalando por las rocas, borbotando en los charcos.

Algunos días no corría el agua, bajaban amargas las lágrimas.

Eran los lavaderos, así de bullangueros…

Así de duros.

No solo son ahora un idílico paisaje en el que recrearnos, son también un símbolo de duro trabajo y del sacrificio.

Susana miraba a la mujeres que lavaban las tongas de sábanas, camisas, calcetines…

Las veía bajar el camino polvoriento con las rodillas de badana y trapos viejos en la cabeza para aguantar con equilibrio de artista circense la pesada bañadera de ropa mojada en la cabeza.

Era el año 1792, la casa solitaria en el barranco en la que vivía Susana Martín dio nombre a la zona.

Pero también ese nombre de mujer dejó plasmados los nombres de tantas mujeres que fueron a los lavaderos a lavar las ropas de sus familias, cargadas de kilos en la cabezas, cargadas de problemas en las espaldas, arrastrando injusticias en los pies.

Mujeres que subían por el camino a bajar leña del monte. Maderos que servían para calentar las cocinas de los más pudientes, para alimentar a sus hijos y para sustentar sus casas.

Ahí quedó Susana viendo subir y bajar los años, los siglos… Viendo que aún la mujer soporta trabajos y situaciones que discriminan, que separan a la humanidad según sexos y condiciones en un siglo de globalización y de virtualidad de las relaciones.

Susana, con su mirada escrutadora y la sonrisa socarrona, dejó que su nombre sirviera de callado homenaje a esas mujeres del silencio. Nadie puso una placa a la trabajadora que no tuvo tiempo de soñar siquiera, pues lavó montañas de ropa, fregó suelos y platos, luchó por hijos y nietos…

Mas el recuerdo está en el agua que corre, en las piedras duras del camino, en los árboles y el viento… En las que cada día trabajan en los oficios que nunca serán homenajeados.