El charco de los cristales

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Podríamos empezar remedando el más preciosista estilo rubendariano comparando las piedrecitas que forman el charco con las lágrimas de las sirenas enamoradas de marinos olvidadizos. Llenas de tristezas antiguas suenan arrastradas por las olas como xilófonos desafinados.

Arremetemos contra la impopular basura. No sabemos dónde meterla, es uno de los problemas más lacerantes de la sociedad actual. Basura, montones de horrendas pesadillas malolientes que nos avergüenzan, nos desagradan o nos hacen sentir culpables de producir tantos inservibles desperdicios.

Montañas de amenazantes pruebas de nuestro mal organizado consumo.

No comen, nos engullen, nos sepultan…

Los desperdicios del despilfarro en el que vivimos son como una plaga que, poco a poco, devora nuestro paisaje, nuestros parques, nuestras avenidas.

Aunque, a veces, nos sorprende la propia naturaleza transformando la basura en belleza. Y no es la mano o la mente humanas quienes hacen el proceso.

Esas cosas solo salen de la fuerza transformadora de la propia naturaleza.

El charco de los cristales es una prueba de ese poder transformador.

Las pacientes olas trituran año tras año las botellas que arrojó el basurero al mar. Molidos por la fuerza del agua y la tierra se volvieron callaos de hermosos reflejos. Una cala de surreal belleza ha surgido.

Solo hubiese sido posible en un hermoso sueño de Salvador Dalí o en los oníricos lienzos de Óscar Domínguez.

Mas nadie la valora ni la mira. Es bella cuando el sol la acaricia y cuando la espuma de champán de las olas juega con las bulliciosas piedrecillas.

 

Otra vez comprobamos que la belleza nos sorprende en cualquier lugar, en el momento más inesperado.

Solo hay que saber mirar. Como decía Campoamor: «Todo depende del color del cristal con que se mira».

Mas aquí podríamos decir: Todo depende del cristal que miremos.