Alrededor de Ruigómez

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Ruigómez nos ve pasar, siempre pasar hacia algún lugar. Quieto en su altura de nubes, mira el ajetreo de los que van al trabajo, a la diversión, al mundo…

Callado contempla como hasta su fértil tierra pasa en camiones hacia el sur, hacia el norte hacia las explotaciones de agricultura con prisas competitivas.

Ruigómez sigue impertérrito.

Silencioso en su remanso de siglos sin tiempo.

Y en sus alrededores de caminos que nos llevan siempre a otros lugares nos deslumbran huertas de papas ordenadas como hileras de soldados verdes que sobresalen de las tierras doradas, nos hechizan campos de frondosas vegetaciones, árboles de retorcidas formas envueltos en nieblas de misterios del ayer o charcos caprichosos que dejan las lluvias en los lugares en los que hubo tierra…

Inesperadamente, al borde de un camino, nos encontramos con un pequeño altar popular. Hornacina de cal y piedra volcánica. Humilde receptáculo que guarda el recuerdo de una vida a la que la muerte sorprendió en el camino.

Piedra sobre piedra para no olvidar. Caminante tras caminante, a la largo de los años, parándose a rezar su plegaria o, simplemente, a admirar su rústico diseño.

Parar recordar, como decía Borges, «el olvido que seremos».

Esos monumentos populares, ingenuos y sobrios, nos hablan de lo que hemos sido, del pensamiento del pueblo, de las creencias y de las conexiones con las fuerzas telúricas.

Ruigómez nos adentra en ese mundo del silencio, de la búsqueda, de la tierra que habla con palabras que vienen del pasado.