La buganvilla que se asomó por el muro

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Pasear de noche por un pueblo es una de las mayores dichas que podemos experimentar. El silencio nos rodea como una ligera manta de lino y nuestros pasos retumban en los adoquines escribiendo historias que nadie leerá.

El placer de sentir que la soledad nos acaricia. Vivimos apresurados para llegar a ninguna parte. Hablamos sin parar, escuchamos necedades, bailamos al son de una fatua modernidad, nos comunicamos con códigos carentes de sentido… Nos convierten en autómatas consumidores de instantes sin contenido.

¿Dónde queda la reflexión? ¿Dónde se produce el encuentro con la persona que hay en nuestro interior?

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.

Converso con el hombre que siempre va conmigo —quien habla solo espera hablar a Dios un día—; mi soliloquio es plática con este buen amigo que me enseñò el secreto de la filantropía.

Y rememorando los versos de Machado paseo calle en calle, voy del muelle al convento de Santo Domingo, luego calle abajo hacia Santa Ana… Quizá el diálogo interior se establece cuando sabemos desprendernos de vanidades huecas, de sueños de grandeza y aprendemos a ver la belleza de la piedra que pisamos o nos sorprendemos, tras dejar atrás la Iglesia, con la exuberante belleza de una buganvilia que sale a saludarnos con su sonrisa de colores saltando el muro blanco y sobrio de una antigua casa.