San José de Los Llanos

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Y todo va quedando atrás… Parece que ascendemos a un lugar donde habita el silencio, donde la soledad sonríe a los paseantes. Los brezales despeinados nos rodean con su verde desparpajo. Las flores se asoman desordenadas al camino, curiosas ante la inesperada aparición de un transeúnte. La carretera se enrosca, se extiende, se viste de misteriosas nieblas…

Atrás queda el mar de nubes, colchón de inverosímiles sinuosidades que arrastra la brisa hasta los riscos. Ocultando los secretos de la lejana costa, cubriendo de misterios el horizonte deformado, silencia los voceríos desordenados.

Y, como a Miguel Hernández, los vientos del pueblo me empujan hacia arriba, hacia el lugar en el que habita la belleza:

«Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.»

Oculto por los primeros pinares surge el caserío.

Como si emergieran de la tierra, aparecen las primeras casas dibujadas sobre el verde con colores inesperados: violeta, azulón, amarillo… Creyones fauvistas y atrevidos. La calle Brisas del Teide nos envuelve de aromas, nos abre la puerta de la ensoñación…

Las montañas de la Quebrada y del Banco nos vigilan; más arriba, La atalaya y el volcán de Trevejo nos esperan.

Una sensación de pertenencia al lugar invade el espíritu. Se siente la tierra; el aire, purifica; los olores, embriagan.

Son momentos para pensar, para alejarnos de las cotidianas y mezquinas preocupaciones. Pensar que el ser humano también puede alcanzar grandiosos pensamientos, dejar atrás, bajo las nubes perezosas la desidia y subir, subir muy alto.