La máquina de azúcar

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Hace mucho tiempo, algunas décadas atrás, ya me interesaba saber qué había escondido en los paisajes, en los edificios, en todas las cosas.
La mejor manera de conocer un lugar es la palabra. En torno a ella se configuran las ideas y los pensamientos que han impulsado la vida.
Una tarde, doña Milagros Estévez, que en aquella época tenía casi el centenar de años, me hizo un relato maravilloso, construido con palabras extraídas de sus recuerdos, de aquella época en la que llegaban los barcos de vapor a cargar el azúcar para llevarla a Inglaterra. Se oían las sirenas desde el pueblo cuando atracaban en el pequeño muelle de Daute. Así controlábamos las horas del día, me decía, los barcos tenían siempre el mismo horario y en aquellos días aún no había reloj en el campanario de la iglesia. Me pintó con su voz la gran edificación en el que se almacenaba el azúcar en montañas de un blanco hiriente. Los sacos apilados contra el muro. El bagazo en montículos desordenados desintegrándose bajo el sol inclemente. Me ayudó a oler el aroma almibarado del lugar. Las cañas cortadas, apiladas contra la pared exterior. Caminé por los caminos al lado de los trabajadores sudorosos.
Desde aquel día vi con otros ojos, quizá con los del recuerdo, la esbelta torre de obsidiana, las paredes ocres, los tejados de pizarra brillando al sol.
El edificio se yergue frente a la costa, donde las ruinas del pequeño muelle siguen luchando con las incansables olas. El viento lo envuelve con aires del monte y el salitre le habla de lejanas tierras.
Las construcciones son algo más que un lugar de trabajo, que un símbolo o un mero recuerdo para el ‘smartphone’ de un turista.
Son la base en la que nos reconstruimos cada día.