La sabina solitaria

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Hay paisajes modelados por la mano el hombre. El ingenio o la tenacidad humana han modificado o transformado el medio ambiente para vivir mejor. La belleza surge cuando lo natural y lo humano se dan la mano y encuentran la armonía entre paisaje y construcción.

En otras ocasiones el paso de la llamada civilización por los lugares ha arrasado con la fauna y la flora, ha devastado los vestigios del paraíso. Se ha convertido en eriales lugares de fantástica belleza. Otros intereses se imponen a la convivencia entre el ser humano y el bosque, la montaña o la playa.

Yermos, sin vida, cubiertos por el polvo del tiempo quedan los lugares.

Una sabina solitaria denuncia eterna e inútilmente al hombre destructor de bosques y paisajes. En la ladera norte de la Montaña de Taco, casi mimetizada con la piedra y la tierra, esconde sus bellas formas retorcidas este árbol que en otros tiempos formó bosquecillos frondosos.

Hoy está sola.

Un tímido bejeque de hojas carnosas creció refugiado entre los pliegues de su tronco, como un homenaje a la lucha por la supervivencia.

La sabina levanta sus ramas crispadas a un cielo lejano. Nadie responde a su repetida pregunta: ¿Por qué crecí sola en esta ladera? Solo el viento la acaricia y adormece en los atardeceres de enero. Solo la brisa la arrulla en las noches de mayo, bajo las estrellas chispeantes.

El tiempo sigue su curso. Pasan los meses. Llegan otoños y renacen primaveras, se cambia la fina lluvia por los cálidos rayos de sol.

Entre sus ramas y hojas los líquenes han encontrado un lugar para dibujar su onírico mundo de laberintos verdeamarillentos.

La sabina sigue impertérrita y hermosa. Algún pájaro la visita y la envuelve en su canto melodioso. Algún conductor la mira de reojo. Algún caminante se para a contemplarla de lejos.

Ella espera que, quizá, algún día, un poeta vagabundo la convierta en monumento de palabras.