La hacienda de Daute

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Al pie de la inmensidad de las montañas se extiende una arboleda frondosa; palmeras y árboles frutales se mezclan con enredaderas y platanales formando un mar de verdes pinceladas. Hercúleos y solemnes vigías del devenir humano, los riscos miran las ruinas de pasado. Impertérritos. Lejanos.

En un tiempo la Hacienda de Daute fue poderosa y grande. Estancias de señores, molino, casuchas de esclavos, cuadras, graneros… La ermita, sencilla y recoleta. Las casas pobres de los campesinos, con hermosos muros de piedra y cal, con tejados donde crecían los pasteles. El camino polvoriento. Los labradores sedientos. Los señores abstraídos en las glorias del pasado. La letanía del Kyrie eleison en latín, el canto de un esclavo triste bajo el sol recordando un antiguo dios, una señora, quizá, tocando a Bach en el clavicordio desafinado…

Los sonidos del mestizaje configuran el carácter isleño.

Hoy, como testigo de lo efímero, solo podemos rastrear entre las yerbas las ruinas del solitario cementerio.

¡Qué ironías nos descubre el tiempo!

El graznido de un cuervo se escucha, en sordina. La naturaleza avanza poco a poco.

Pasan los caminantes sin darse cuenta del legado que alguien olvidó escribir. Ya no se escuchan rebotar entre los muros de la casona los debates atrevidos de los tertulianos venidos de la lejana ciudad. Ya nadie imagina siquiera que en aquellos parajes hubo una vida de lujo y otra de sufrimientos.

Los dos mundos que forjaron nuestra historia.