Apareció de pronto, como si rompiera, con el sigilo de una flecha negra, un trozo de cielo. Entre los pinares que reverberaban con el sofoco de la canícula, el cuervo extendía su majestuosidad antigua para recordarnos que él es aún el dueño del paisaje.

En San José el tiempo nos guiña un ojo, invitándonos a sentarnos, a hablar con una señora que nunca has visto como si fueses amigo de toda su familia, a saborear las papas y la carne de su merendero mientras los lagartos acechan impacientes un trozo de lechuga. Ajenos a nuestras torpes preocupaciones y simplezas… Aún allí la naturaleza te hace sentir la humildad de pertenecer a un cosmos mayor que la simple prepotencia de lo humano.

El olor de los pinos, el silencio que aturde, el pensamiento que se hace dueño de ti y no te deja en paz…

Las calles solitarias, el bar en la penumbra, un hombre solo, sentado en la parada de la guagua. Unos caballos trituran las ásperas y secas hojas del millo con estruendo… Un relincho sofocado bajo el sol.

Y las palabras que te envuelven y no te dejan en paz.

El cuervo aterriza con la belleza negra de sus alas extendidas a tu lado, mientras saboreas el postre. Lo miras con asombro, como si fuese un hecho prodigioso, sin darte cuenta de que eres tú quien sobra en la pintura.

Él, impávido, te acecha desde el muro de piedra del merendero del parque. Te mira displicente, como si él fuese el que te permitiera comer en su territorio.

Viene acaso de Montaña Negra o del Chinyero a hablarte de volcanes, de la dureza de la vida en los parajes que, a veces, visitamos con ojos de turistas domingueros.

Extiende las alas y se aleja con el trozo de pan en el pico. El vuelo de azabache se pierde entre los pinos.

Y el Teide, a lo lejos, silencia el paisaje.