La pasada noche, a pesar de las bajas temperaturas, salí de casa a dar un paseo. En ocasiones me gusta caminar de noche. La noche hace renacer las ideas. La noche te hace ver algunas cosas que la claridad del sol oculta.

Deambulé de un lado al otro por las calles de mi pueblo, como quien camina por el interior de las venas del cuerpo de un moribundo que ya comienza a oler a cadáver. Después de un buen rato, solo pude sentir lástima, nostalgia e incluso tristeza. Una tristeza que poco a poco se transformó en rabia e impotencia.

Mi pueblo hace tiempo que comenzó a enfermar. Una enfermedad que le hemos generado en mayor o menor medida todos los que vivimos en él. Una metástasis que se ha extendido por todos sus órganos, desde la clase política al equipo técnico, trabajadores municipales, empresarios, autónomos, vecinos, jubilados, asociaciones, movimientos sociales e incluso jóvenes y niños.

Los Silos y todos sus órganos sufren de desánimo. Un desánimo tal vez generado por la desidia de las células que forman parte del cerebro, de la parte pensante o dirigente. Pero no es una enfermedad de ahora; este cuerpo lleva mucho tiempo sufriendo, días, meses, años. Y lo peor es que la mayoría de sus órganos y sus células no hemos hecho nada por salvarlo, para levantarlo del suelo o simplemente para curarlo. Ni un remedio casero, una agüita de toronjil o de poleo del monte.

Los Silos y todos sus órganos sufren de desánimo

Fui de una calle a otra. Como un guardián de la noche, como una rata asustadiza. No se asomó ni un alma por un ventanillo. Solo una sombra oscura y tenue llegó a cruzar por uno de los hermosos callejones, tal vez una de las últimas almas en pena de la Santa Compaña. Nadie miró, nadie escuchó, nadie olió, nadie. Solo este efímero mortal. Son más de 60 las casas, antiguamente viviendas, que se encuentran abandonadas o medio en ruinas en mi pueblo.

Imagina si huele a muerto que, de las dos únicas empresas abiertas en el último año, una es una funeraria. Muchas más son las que han cerrado y no por la pandemia global. No hay una mano tendida, no hay un empujón, no hay una palmada. Tal vez zancadillas, puñetazos, y rodillazos barriobajeros que aplastan las vísceras contra la cavidad torácica para aquellos pocos valientes incrédulos.

Mi pueblo es parte de la España Vaciada. Vaciada a machetazos, recortes injustificados, inexistente planificación, inversiones mal realizadas, absurdos enfrentamientos políticos, normativas y leyes estrictas solo para ahuyentar y que luego nadie comprueba, desidia de gobernantes, olvido o cabezonadas de almas con trajes que huelen a naftalina con ansias de poder reminiscente de un pasado que nunca debe ser olvidado. Comienza a oler a orín.

Al llegar a la plaza de La Luz, después de muchos años siendo asiduo, más que la tórtola turca que defeca cada primavera sobre los bancos de madera, comprendí por qué se llama así: debe ser por la cantidad de cables, rosarios con bombillos y cajetines que cuelgan de sus arboles y farolas durante todo el año. Tal vez una obra de arte urbano mal interpretada para un profano.

Ahí estaba, en esa esquina, la casa que no dejaron restaurar porque la Oficina Técnica municipal, ese lugar que tiene como lema la negativa, hizo uso de su lema y de nuevo denegó la autorización. Una arritmia que se convierte en infarto.

Algo más abajo, otras casas cuelgan el cartel de se vende. Se venden a precios no aptos para los bolsillos locales, en ocasiones muy por arriba del precio real de mercado. No están a la medida de una familia de jóvenes mileuristas que trabajan en los cultivos bananeros que rodean el pueblo y quieran quedarse a vivir. Sus propietarios esperan hacer fortuna y dar el campanazo especulando con rusos, alemanes u otros nórdicos. Un constipado que comienza a ser gripe.

No se puede crear, dar vida o construir ideas y proyectos desde la negatividad

De vuelta a casa, di la vuelta a la montaña Aregume, paré para coger resuello justo al lado de lo que fue uno de los equipamientos deportivos pioneros de la comarca. Hoy, sin embargo, parece más unas ruinas de la bombardeada ciudad de Alepo o de Chernobyl tras el accidente nuclear. Un templo en honor al abandono y el escaso respeto a lo que es de todos.

En un municipio moribundo, envejecido y desanimado, que una pequeña empresa cierre, que se vaya a otro lugar una inversión o inversor consiente y sostenible, que pase una convocatoria y no se presente un proyecto, o se pierda una ayuda por no entregar la documentación en regla o a tiempo debe ser un fracaso, motivo de sonrojo para los órganos que están a la cabeza. Esos órganos que elegimos para que nos representen, que se deben rodear de un equipo con no solo conocimiento, formación, experiencia sino, además, con ilusión y ganas de aprender y hacer cosas. Cosas sencillas. No se necesitan presupuestos millonarios, ni grandes infraestructuras, ni traer modernos pensadores de la metrópoli. Solo se necesita sensatez, cariño, curiosidad… Ilusión y saber compartir la ilusión.

Ilusión, hace falta ilusión. Porque para animarse, hacer las cosas medio bien o levantar la pasión no hay vacuna, no existe antibióticos, ni analgésicos, ni siquiera un antihistamínico.

No se puede crear, dar vida o construir ideas y proyectos desde la negatividad, teniendo el cuerpo enfermo. Necesitamos una transfusión de ilusión, que la sangre vuelva a correr por todas las venas, arterias y órganos de este cuerpo. El cerebro, el cerebelo, el bulbo raquídeo que hemos elegidos como representantes, tengan trono o estén en la digna oposición, necesitan que todos y cada uno de nosotros hagamos latir de nuevo al corazón para que riegue sangre por todo el pueblo. Lo fácil, lo cobarde y triste es quedarse en la grada, la barra del bar o tras la barrera donde los toros no golpean ni los virus atacan.

De este mal todos somos cómplices, todos somos culpables, incluso el que aquí escribe. Por ello cierro el puño, golpeo mi pecho y asumo el mea culpa.

Me temo que, si entre todos no hacemos algo, mejor vayan comprando un traje negro, porque la orquesta ya tiene las partituras del réquiem sobre el atril.