Plaza de la Luz

Esa es la luz de la plaza, la que tantos silenses han encendido durante muchos años, creando poco a poco una cultura, un mundo para el diálogo, un lugar para el encuentro

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Hay palabras que de tanto usarlas pierden el significado. Muchas veces no nos damos cuenta de lo hermoso que es un lugar solo por el nombre que lleva. Plaza de la Luz es uno de esos ejemplos. Es un pulmón para el pueblo. Aunque le viene el nombre por la patrona del Pueblo, la Virgen de la Luz, la plaza es luz por sí misma.

No voy a describirla ni haré un ejercicio poético lleno de sentimentalismo y lugares comunes. Solo pretendo realizar un viaje a los recuerdos. Porque los lugares también tienen pasado. Si te sientas solo en uno de sus bancos —por cierto menos estéticos que los que antaño la adornaban—, podrás ver las imágenes que guarda en sus silencios. Es un tratado sociológico en el que podemos leer la vida del pueblo. En la plaza se pactan negocios, se reúnen tertulianos a platicar de lo humano y lo divino, se planifican acciones para el pueblo, se chismorrea del transeúnte despistado, se bromea, se ríe… La plaza es todo para el pueblo.

Pero no siempre fue igual a como hoy la vemos. También ella se pintó y se acicaló acoplándose a las modas y a los tiempos. Se vistió al principio de pálidos matices, con un verde oscuro sus bancos; más tarde cambió el color y en los venidos a menos jardines hubo una rosaleda que exhibía variedades de hermosos rosales y era orgullo de los vecinos, haciendo juego con el estilo ecléctico del modernismo canario representado en Los Silos por la obra del arquitecto don Mariano Estanga. Neogótico y art nouveau se mezclan en la fachada de la iglesia y la plaza en un alarde de filigrana y armonía. Luego plantaron unas desafortunadas fuentes que, por suerte, el tiempo borró. Y con el progreso llegó la cabina telefónica que también cambió de forma según el tiempo. Lo mismo que el Carrito de Culiche que recuerdo con un carromato blanco lleno de estantes y gavetas con golosinas y luego se convirtió en el estanco que hoy, abandonado, permanece cerrado como tantas cosas en el pueblo.

Fue patio de recreo del Colegio San Bernardo, situado en lo que es la Sala Pérez Enríquez. En sus lóbregas aulas estudiamos muchos jóvenes del pueblo, vigilados por la calavera de una monja que nos miraba desde los estantes de secretaría. Allí balbuceamos las primeras palabras en francés al ritmo del bastón de don Francisco, que además de profesor era practicante y cartero, nos aficionamos al Quijote con los dictadlos de doña Almerinda o nos iniciamos en las matemáticas con don Brandón. En las balaustradas que rodeaban aquel convento semiabandonado veíamos pasar la vida cuando íbamos a la primera biblioteca pública en busca de las novedades. ¡Cuántas cosas caben en una plaza cuando se llena de luz!

Y la plaza ha sido testigo de la cultura que late en sus baldosas. Bajo sus impresionantes laureles la banda de música, una de las más antiguas de Canarias, tocaba sus pasodobles y fragmentos de zarzuelas los jueves por la noche, sobre el hermoso kiosko. También oyó las voces de poetas o escritores insignes como Pedro García Cabrera, Emeterio Gutiérrez Albelo, Juan Cruz, Cecilia Domínguez o Carlos Acosta en los juegos florales y fiesta de arte. Oyó vibrar las nuevas formas musicales y recibió a forasteros para unir voces y armonías. Rio y lloró con el teatro, desde el costumbrismo decimonónico a las zarzuelas y los clásicos. Palpitó con la llegada de las vanguardias. Y en ella se brindó por los triunfos del Juventud Silense y se recibió a la democracia y se hicieron las primeras ferias de libros… Y la plaza, siempre abierta al pueblo, albergó los carnavales multitudinarios y desafiantes, aun cuando estaban prohibidos. Cho Perico, Felipe el Herrero y Juanillo el Ratón, ejemplos de la cultura popular pasearon sus coplas y sus ortigas, antecedentes del actual Carnaval.

Esa es la luz de la plaza, la que tantos silenses han encendido durante muchos años, creando poco a poco una cultura, un mundo para el diálogo, un lugar para el encuentro. Espero que algún día aquella hermosa rosaleda de antaño vuelva a florecer y a enredarse en las palabras.