Un activista de la cultura: Horacio Dorta

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EFE

Cuando alguien se va, nos quedamos con lo imprescindible, con lo esencial de su trayectoria. Cuando una persona hace el último viaje, nos lega sus momentos más auténticos, los inolvidables. Lo demás es adorno, maquillaje que borra el tiempo; como diría Manuel Machado, «y cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo, ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar».

Horacio Dorta, con su figura de Quijote soñador, pasó por Daute y por la isla como un activista incombustible en el mundo de la cultura. Lo daba todo a cambio de nada. Lo recuerdo la última vez que lo acompañé a descifrar las cabañuelas, envuelto en viento y salitre, defendiendo con pasión las predicciones de ese arte ancestral de estudiar la meteorología por los indicios que la misma naturaleza te proporciona.

Horacio lo daba todo a cambio de nada

Recuerdo también cuando yo empezaba a deambular por el mundo de los soñadores con apenas veinte y pocos años. Descubrí mi pasión por el teatro y él creyó en mí y me presentó a los responsables del teatro en la isla. Solo a cambio de que yo cumpliese mi sueño.

El loco por la música, quizá arrastrada por el viento del Atlántico, trabajó por las bandas y por los músicos solo a cambio de que el arte llegase a todos los rincones.

No puedo olvidar su paso por el Festival Internacional del Cuento, a cambio de ver sonreír a los invitados en su cueva laberíntica y mágica. Noches de malvasía y manices. Palabra y fantasía se mezclaban con los efluvios del vino. La cueva se llenaba de sones y cada año explicaba a un auditorio cautivo en su voz los entresijos de las cabañuelas y la historia de los vinos que ya Shakespeare nombraba en sus piezas dramáticas. Escucho a Pépito Mateo, de Francia, «este es el verdadero narrador»; o a Michelle Nguyen, de Vietnam, mientras llovía a cántaros fuera de la bodega, «es mágico este momento»; mientras Amalia Lu Posso Figueroa, de Colombia, descubría el sabor ámbar del erotismo de aquellos caldos. Él sonreía y seguía dándolo todo a cambio de nada. Porque los verdaderos regalos son los que no valen dinero: el tiempo, la palabra, los momentos…

Gracias, Horacio. Gracias, amigo.