Desde hace años me preocupa la moda social de dividirnos en parcelas de edades, sexos, inclinaciones, gustos, colores, ideologías, religiones… ¿Será que así se nos controla y maneja mejor? Me atrevo pensar algunas veces.

¿Necesitamos tanta clasificación de los humanos para vivir? ¿Es tan difícil tratar de vernos como somos en realidad? Iguales, personas, vulnerables, personas y, a veces, demasiado petulantes, personas.

La tercera edad, los mayores, o la denominación «buenista» y eufemística de «abuelos o abueletes» (incluso incluyendo a quienes no han tenido hijos ni nietos) parece que ya no aporta nada, solo tiene cabida en los lugares que la sociedad ha construido para ellos. Vivimos de espaldas al pasado, a nuestro propio pasado, al más cercano, el de nuestros mayores. Olvidamos con mucha facilidad hasta el punto que no escuchamos las palabras de esos archivos vivientes que son los ancianos.

Ahora están en boga porque parece que el coronavirus vino a cebarse con ellos.

Nos cuentan con hiriente insistencia que es un problema de edad y no de la humanidad. Como dice Fernando de Rojas en La Celestina, «nadie es tan viejo que no pueda vivir un año más, ni tan mozo que hoy no pudiese morir».

Defiendo y creo que somos parte de la vida desde que nacemos hasta que dejamos de existir. Y en cada momento vivido la vida es hermosa y única. Cada etapa está marcada por sentimientos, emociones y valores propios.

Los mayores o ancianos no son un problema que cobra pensiones que merman las arcas del Estado, son la vida misma.

Ellos son los que han construido el mundo que vivimos, la sociedad que, aunque llena de fallos y errores, disfrutamos cada día.

Ellos han plantado el árbol que nos da sombra y nos han transmitido la leyenda que ese árbol alberga. No son un problema, son la sabiduría que en su recorrido por la vida han acumulado.

Es muy preocupante que una pandemia arrase a una generación llena de conocimientos, de palabras únicas, de costumbres que ya no existen…

Hemos aplaudido cada tarde por los sanitarios, por los que nos cuidan, por los niños… Por cierto, espero no olvidemos, cuando pase la pesadilla, lo que es importante valorar en la vida.

Yo quiero, en silencio, dedicar un aplauso a los ancianos que se han ido, a los que están en peligro, a los olvidados. Cada vez que uno de ellos se va, como dijo el escritor africano Amadou Hampete Bâ, se muere una biblioteca.