Recuerdos silenses

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Los edificios no son solo paredes. Cada piedra, cada teja, cada desconchón tiene un trozo de historia incrustado. A veces escondidos, a veces a flor de la cal… He tenido el privilegio de poder estar a solas por el antiguo convento de Los Silos. Me he sentado en el escenario del patio, he paseado solo por la sala Pérez Enríquez o he deambulado por los pasillos del piso alto, vigilado por la torre de la iglesia… Veo más que paredes, más que gastada tea, más que escaleras.

Si guardo silencio, puedo escuchar a los niños entrando a la escuela… Me veo apelotonado en los pasillos, con los libros de texto bajo el brazo. La habitación que hoy es biblioteca, ayer fue mi primera escuela… Don Sebastián abría la puerta y uno entraba a un mundo de magia. A veces, no había pupitres y transformaba el suelo en mapas de tiza. Caminábamos por mundos mágicos. Cuando pasábamos a la otra escuela, y ya no estaba don Sebastián, ya la fantasía también había huido. Él me regaló uno de los primeros libro de mi vida, Amanecer, de Josefina Bolinaga; por cierto, una autora censurada en aquella época. Con métodos renovadores y con el olor de la leche en polvo que nos repartían por la tarde aprendí a leer. Y, debajo del aula, estaba la cárcel. ¡Qué curiosidad teníamos los alumnos! Había un agujero en el piso y cuando don Sebastián no nos miraba, o cuando se hacía el despistado, nosotros nos acostábamos en el suelo y espiábamos la oscuridad de la celda, por si descubríamos un preso.

Pero también estaba el Ayuntamiento, y la casa del maestro y el cuarto de la banda de música y la casa de un guardia municipal. ¡Cuántas cosas cabían en aquel convento cuando yo era pequeño!

Y algunas veces venían circos ambulantes al pueblo. El patio se convertía en un teatro donde un nigromante adivinada los secretos más escondidos de la gente con solo mirar a los ojos. Además había actuaciones de una especie de funambulistas y acróbatas que hacían que mayores y niños abriésemos la boca asombrados… Pero el que más me gustaba de pequeño era el circo de Tildita Martín, Juanita Moreno y Pepe Villafranca. Actuaban por fuera de correos, en un simple tabladillo decorado con una colcha moruna de seda. Para ellos el convento era un camerino y la calle un cabaret ambulante con sus canciones, sus bailes y sus brillos gastados. Cantaban cuplés y coplas, algunas bastante pícaras como: «Yo tengo un desconchón en mi pared / por culpa de mi novio Bernabé / ¡Señor pintor!»; y las gentes respondían con alborozo: «¡Voy con la brocha!». Fueron mis inicios en el mundo de la farándula y en los libros.

Era tan grande el convento que, al otro lado, estaba la farmacia, una escuela de niñas y el colegio de los grandes, con estrechas escaleras y aulas pequeñas y una secretaría sombría en la que estaba guardado el cráneo de una monja, con el que jugábamos a asustar a los compañeros en el recreo [de ahí debe venir mi afición a las noches de terror]. Fueron años para iniciarnos en el teatro, en la música…

Luego abrieron la primera biblioteca. Estaba en el portón principal, el que daba a la plaza. Pedro García nos enseñaba el placer de leer. Yo escuchaba a los mayores hablar de novelas o de Las aventuras de Tintín. Aquella biblioteca, la primera a la que tuve acceso, fue el lugar de los descubrimientos literarios.

¡Cuántas cosas me ha enseñado este edificio! Aquí dirigí con apenas dieciocho años mi primera obra de teatro, La loca de Chaillot, y vi a jóvenes cantar fragmentos de zarzuela y escuché las primeras conferencias.

Las paredes y las maderas no son nada sin las palabras que han quedado talladas en ellas. Las bibliotecas viajan dentro de cada ser humano. Y los libros nos ayudan a forjar la historia de cada persona.