Llega en sordina el rumor de la espuma y el olor de las olas que se estrellan contra el Roque de impertérrita presencia.
Es hermoso deambular por un lugar en el que uno puede encontrar sus propios pasos repetidos en el aire. Las hojas de los árboles suspiran. Brujuleamos en busca de nuestra propia sombra o nos perdemos entre el silencio y la paz. Los balcones nos miran.
La plaza alejada y misteriosa de Santo Domingo de Guzmán es simplemente hermosa. Los siglos la atesoran como las alhajas guardadas en un cofre por el avaro banquero.
Oigo mis propios pasos en la plaza tranquila y mis pensamientos vagan entre los laureles, las palmeras y las flores.
La fuente coronada de musgos y ñameras nos acompaña en la solitaria tarde de paseo.
Los edificios hablan, las piedras hablan, los balcones hablan… Las fuentes siempre murmuran. Me parece escuchar, en mi vagar literario, que las aguas recitan unos versos de Rosalía de Castro:
Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros,
Ni el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros,
Lo dicen, pero no es cierto, pues siempre cuando yo paso,
De mí murmuran y exclaman…
Todo es verso en Santo Domingo. Todo rima y conforma una sinfonía de volúmenes, matices y luces irrepetibles. Como un soneto de épocas remotas se estructura para hablarnos muy quedo y muy dentro de nosotros. Fuera está el bullicio, el desorden, la algarabía. Quizá, porque está alejada, quizá porque en sus baldosas curtidas por el tiempo se escribe día a día la historia es un lugar para sentir, para encontrarnos con el yo que habita muy adentro y que muchas veces olvidamos.
Qué falta tenemos de espacios como este. Espacios en los que el pensamiento fluya y haga crecer el ser humano. Qué falta tenemos de administraciones que nos regalen más lugares para sentirnos vivos y para aprender a pensar en libertad.