Crecí rodeado de palabras. Las leyendas surgían al pasar por los lugares. Era una suerte. Las piedras, los callaos, las arenas de las playas y los malecones están plagados de historias que las olas incesantes dejan sobre ellos en su eterno vaivén de arrullos y coqueteos.

Contar el pasado era un divertimento y un aprendizaje. Los viajes se hacían más cortos en la infancia si se regaban con cuentos, leyendas y juegos de palabras.

El muelle de Garachico era mágico. Negro y brillante. Con mantos de olas blanquiazules cubriéndole la rústica piel. Cada vez que pasaba camino a la capital me relataban la historia del día en que los galeones cargados de oro fueron sepultados por la lava.

Fue hace ya mucho tiempo, en 1706 me contaban. El puerto estaba lleno de embarcaciones. En  aquellos tiempos la villa era un importante enclave en la comunicación con el Nuevo Continente. Los galenos venían de América cargados de tesoros de las lejanas tierras. Fue un día aciago, la lava bajó por las laderas. Las gentes huyeron, la vida cambió. Allí quedaron sepultados como secreto jamás descubierto.

El misterio siempre estará bajo las aguas, la roca y la piedra.

Quizá sea ese enigma parte de la belleza escondida que emana de ese antiguo puerto. Sobre todo cuando lo vemos a esas horas del amanecer en que solo algún pescador de rudas facciones desata la barca del noray para hacerse a la mar. Solo, pensando quizá en los cofres que esconde la bahía. Así se lo contaron cuando niño.

 

La palabra convertida en leyenda hacía más auténtico aquel muelle que aún no tenía protección de diques artificiales y, a veces, era una aventura pasar cuando había tormentas marítimas y las olas bañaban a los coches que se atrevían a desafiar la imbatible naturaleza.