El charco de la Araña

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¿Dónde estaba la araña? Me preguntaba cada vez que íbamos al charco de la costa a merendar. Eran baños de espuma y olas en la orilla para los niños y las mujeres. Luego, tiritando de frío, merendábamos después de conjurar al apetito con un sorbito de vino Sansón. Un humeante termo de café con leche, galletas María y bocadillos de queso blanco y dulce de guayaba nos sorprendían al destapar la cesta.

Envueltos en la toalla veíamos a los jóvenes valientes tirarse de cabeza al agua desde la peña de los hombres y llegar a brazadas hasta la barra de piedras cubierta de musgos amarillentos que nos parecía en aquellos días remotos tan lejana.

Además aquel era el reino de la «jaca»: un cangrejo grande y peligroso que pinchaba con sus pinzas a los que se atrevían a profanar su mundo submarino.

Desde las rocas de las mujeres, los niños tratábamos de cazar cristalinos hipocampos que chapoteaban en charcos de musgos blanquecinos.

El paisaje cambia pero, en la memoria, los lugares están intactos.

El camino de pencas de higos rojos y flores amarillas ha desaparecido. Tampoco ya las niñas usan las anteras como pendientes y el encarnado fruto para pintarse los labios, mientras los muchachos correteaban entre los tarajales despeinados y untuosos de salitre.

Ahora el polvo del camino ha sido cambiado por asfalto, los tarajales están encerrados en jardineras y los lagartos miran asustados los botes vacíos de cerveza que el viento arrastra.

Ya tampoco llegan blandos dientes de ballena arrastrados por la corriente, ni los musgos marrones se enredan con los callaos en la orilla.

Los seres humanos cambiamos el paisaje y lo diseñamos a nuestro albedrío, por suerte la mente encierra los recuerdos en un cofre íntimo y secreto, como los tesoros de los piratas.

Los lugares son más reales en la intimidad misteriosa del pensamiento.