Erjos

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Llega el caminante cansado de atravesar el Monte del Agua. Se sienta en una roca del camino y respira el aire fresco. En sus ojos aún brillan las imágenes de las laurisilvas mágicas y hermosas, las campanillas de naranjas resplandores, los despeinados helechos, los musgos cubriendo las rocas, la humedad…
Se levanta y reemprende el camino hacia el recoleto casería blanco. Entra en el Bar de Óscar.
Camina, luego calle abajo, hacia la plaza y la ermita.
Me sumerjo en lejanos pensamientos de mi infancia. El frío del invierno en la altura me hace frotar las manos, las mañanas con la cesta de la comida para ir al monte con los trabajadores vuelven a mi mente. ¡Era mágico para un niño ver hacer el carbón! Las parvas humeantes, los parloteos de las trabajadores, el olor de las carboneras… Los niños tiznados del trabajo.
Por las noches, sentados en el escalón circular rodeando el brasero, se calentaba la comida y las palabras. Olor a humo. Surgían las historias de endemoniados y de almas en pena, de enamorados y de gatos salvajes…
Parece que todo cambia, pero hay lugares que siguen intactos.
Erjos sigue oliendo al monte y a carbón, a retamas y flores silvestres, a vino añejo y a café recién sacado del brasero.
Lejano y olvidado. Parece que se va hacia otros lugares, hacia el otro lado de la cumbre o hacia las fincas de la costa a las que llevaron su fértil tierra. Las cicatrices sangrantes que quedaron al hurtarle su piel de barro se han llenado de agua lentamente y surgió alrededor otra vida. Vegetación y aves albergaron en ellas como adornos poéticos: las graveras.
Todo queda atrás, en las alturas. El caminante se pierde calle abajo, camino de La Juncia.
Erjos, siempre solo y lejano. Desde su altura envuelta en nubes guarda silencio.
Erjos, siempre olor a infancia y al bosque de los sueños.