La Monja

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Siempre me he preguntado a dónde mira la monja del mirador. Impertérrita y ajena a los avatares del mundo.
Altiva roca que manos de viento acariciaron hasta dar forma al oscuro cuerpo.
Vértigo y precipicio. Vacío a tus pies.
El mar bordando espumas, muy lejos esperándote.
Recortada de atardeceres amarillos, violetas o rojos que convierten en pasión el cielo, suspiras en tu soledad de siglos. Se oye el eco lejano que nos trae voces del pasado. En sordina, suben rumores de agua. Se inclina el mar a tus pies, roca atlántica, intimidado ante la robustez de la hermosura. Soñando eternamente soledades.
Y los viajeros, los excursionistas o los cansados de la vida leen en las cicatrices que el cincel del tiempo horadó en la titánica roca las palabras que conformaron las vidas de los que han pasado por tu camino.
Solo queda el recuerdo.
Un cierto aire de misticismo se siente al mirarte de lejos…
Vigilas el horizonte esperando, quizás, un milagro.
Sí, miras hacia el mar, como un faro ciego. Es indudable la inclinación del cuello, es lógico que no puedas fijar los ojos en la montaña. A tu espalda, ya las laderas son heridas de los hombres. Atrapada, cual prisionera vil, por mallas de acero. Buscamos protegernos y no protegemos la naturaleza. La mancillamos incesantes, mas no podremos con ella.
¡Nunca podremos atrapar al viento!