La araucaria de la Palma Daute

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Las araucarias vinieron de América. De allí heredaron la exuberancia y la desmesura, como si desafiaran a un lejano cielo.

Los indios mapuches la denominaban pewen. El árbol era parte de las creencias, integrados hombres y tierra, sentían por él veneración y respeto. Su savia, su resina, sus frutos curaban… El árbol tenía alma. Era un diálogo entre ser humano y naturaleza. Los indios afirman: «El pewen tiene sangre. En él habita el espíritu que en la época del hambre se apareció a un muchacho y le contó que los piñones que cada día dejaba caer al suelo eran comestibles y le enseñó a hacer comidas y bebidas con ellos». Estos majestuosos ejemplares crecían ya épocas en las que los dinosaurios paseaban libres por las tierras patagonas.
Ahora solo son adorno de fincas, jardines o carreteras. Mas continúan siendo misteriosos en su inmensidad de pasado enigmático y en su colosal belleza desafiante de altura.
Cuando las miramos algo de otra época nos embarga y nos sumerge en remotos pensamientos.
De día es una flecha que apunta al cielo. Quizá en la que se enredan las nubes pensativas.
De noche, un perchero en el que se balancea la luna menguante enamorada.
Las araucarias nos miran desde la altura. Nos vigilan y nos dominan con valleinclanescos hilos.
Cada vez que paso por la Palma Daute reduzco la velocidad del coche y la miro. Contemplo su paciencia milenaria. Admiro su esbeltez esculpida minuciosamente con cinceles de décadas y siglos.
De pronto una ráfaga de viento travieso se enrosca entre sus ramas, cual chal de flecos locos.
Cimbrean sus ramas como una pirámide versátil, juguetona…
Parece que me habla. Todo, si lo miramos bien, está repleto de palabras.

Hiperbólicos árboles que no se doblegan en una sociedad frenética, incrédula.