El charco de los Chochos

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Chapoteo en el charco de los Chochos de bañistas veraniegos. Onomatopeya de aguas y cuerpos enroscados en saladas caricias. Mientras las fulas y los erizos miran sin comprender la invasión de olores a cocoteros sintéticos, limones del caribe o flores exóticas que emanan de los cuerpos embadurnados de cremas.
Charco de murallas de roca negra en la que descansan oscuros cangrejos ascéticos bajo un plácido sol.
Aguas batidas en remolinos y olas de azul blanquecino mar afuera, como si siempre quisieran invadir las mansas aguas con espumas y secretos del Atlántico rebelde e inmenso.
Pareciera que un pintor anónimo hubiese colocado allí su límpido lienzo, recién pintado con oleos robados a la naturaleza… Y no en otros otro lugares, porque es solo allí, frente al océano libre donde el pequeño charco de aguas prisioneras había de nacer o ser creado.
Salta, de pronto, una ola y lo cubre de espumas.
El lagarto mira desde la roca. Habitante impertérrito de épocas pasadas. Incrédulo y reflexivo. Es, quizá, el único que comprende mis pensamientos mientras escribo. Él vio a las mujeres de otros tiempos, oscuras, como la roca negra, arrastrar los sacos de chochos atados con gruesas sogas, cuando los dejaban en remojo para ablandar sus amargores. Él contempló a las familias de escuálidos niños merendar al abrigo de la roca en los junios de alisios brumosos. Él contempla la desidia de quienes dejan la huella insultante de su paso.
Un lata de refresco rueda hasta el agua, navega entre musgos como barco ridículo. Una colilla se incrusta en la ranura de una piedra.
Me dio la impresión de que el lagarto fruncía el ceño.