El viejo faro de Teno

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Solitario. Rodeado de una naturaleza agreste y hermosa. A veces, los inviernos pintan de verdes inesperados la roca negra, como caídos de la paleta de un pintor impresionista. Los trueca el capricho del verano en amarillos y ocres, como gritos de cigarras ebrias.

En la zahorra de tus caminos gimen los pasos de un pensador solitario en busca de verdades eternas. Una extraña grieta cortada al montículo negro de lavas viejas hace de puerta de entrada a un mundo inaudito. Allí se mezcla el murmullo de las olas del mar del norte con la brisa de los altos bosques de laurisilva. A la izquierda las aguas sureñas, mansas y azuladas, transparentan los fondos marinos.

Sobre un trozo de tierra que parece escaparse de la isla. Está impertérrito y honorable. Ajeno a lo que las gentes dicen, a avatares del destino y a decisiones precipitadas. Él tiene tiempo, mucho tiempo. Es dueño de vientos y de silencios. Es amante de la espuma de las olas y de las estrellas fugaces que se escapan del cielo para besar sus piedras oscuras.

Al viejo faro no lo eclipsa la altura ni el colorido del nuevo. Parece que lo vigila y cuida su vetustez gloriosa.

La piedra y la cal de las paredes nos hablan de las soledades del torrero que conversaba con su luz con los marineros perdidos en el Atlántico. El hombre fundido con el paisaje es silencio y pensamiento.

Y en los atardeceres de policromías encendidas el faro se envuelve en una capa rojiza, el sol poniente lo mira con deseo ardiente y la luna le promete un manto de estrellas llenas de palabras hermosas.

No hay músicas estridentes, ni cláxones desafinados, ni gritos destemplados…

Solo un ser humano fundido con el paisaje espera frente al horizonte límpido la llegada del alba después de una noche intensa.

Como un nuevo año inmaculado y armónico se siente por unos instantes el estremecimiento de la belleza.