Pero no. No es así. Existe un árbol en el que crecen los cuentos.
Es un inmenso laurel a la salida del pueblo. Parece que nos despide y que nos indica el camino hacia Buenavista.
Su majestuosidad y hermosura se recorta sobre el cielo limpio, o se abre paso como un faro verde entre las nubes del invierno. Su inmensa copa de esmeraldas mágicas, su tronco de rugosidades y vericuetos en los que parece que se esconden las palabras.
¡Estos vigorosos ejemplares solo los construye el tiempo! Se forjan día a día, año a año y se llenan de palabras para tejer historias.
Muchas mañanas, cuando lo miro, me parece ver trepar a su copa a Diego Pun, el lunático juglar que Viera y Clavijo, el ilustrado, descubrió en Daute. Y creo oír su voz y su algarabía de versos.
Me paro frente a él, como si lo venerara, imaginando el letrero al lado de su vigoroso tronco: «Árbol de Diego Pun».
Pero nunca alcanza el dinero para homenajear las cosas de la cultura. Esperaremos otros tantos días, de otros tantos años… El juglar tiene paciencia. La palabra espera tejiendo más relatos.
Y árbol, inmóvil entre una entidad bancaria y la presurosa carretera, no entiende de presupuestos ni de intereses.
Un anciano cruza contando el dinero de su jubilación… Me mira… Sonríe… Quizá adivina mis pensamientos.