La casita de papel

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Cuando era pequeño merendaba sentado en el escalón de la puerta de mi casa. Mordisqueaba el bocadillo de queso blanco y dulce de guayaba, mientras miraba aquella casita humilde en la cima de la montaña. Parecía custodiada por los majestuosos laureles que crecen indómitos y solitarios en su silencio sin tiempo. Soñaba despierto que en ella se escondían los personajes de mis cuentos. Además la llamaban la casita de papel, como si fuese construida con los folios de un libro abandonado.

Siempre que la miro desde lejos la veo con los ojos del niño. La imaginación conserva las cosas intactas. En los recuerdos nada envejece. Hace unos días subí hasta la montaña. Aregume tan cerca y tan lejos a la vez. Tan cotidiana y tan idealizada. El sendero lo invaden las plantes y las tunas de higos rojos. Latas y plástico envilecen la zahorra negruzca.

La casa hermosa en los recuerdos deja ver el paso del tiempo en su piel de cal blanca. Grietas y esconchones han esculpido arrugas de los años en paredes y la decrepitud hace mella en el recuerdo.

Ocupas han dejado el rastro de un colchón y cacharros medio quemados son testigos del abandono.

Más el paisaje se impone frente a ella. Le doy la espalda y sonrío. El pueblo es una pincelada de colores a mis pies. Las imponentes montañas son un grito de la naturaleza. Frente a mi se despliega la belleza, el tiempo se detiene.