El castillo de San Miguel

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Guardián del mar. Parado entre la antigüedad y el futuro es testigo de los cambios.

Piedra a piedra surgió del suelo, vigiló la entrada al muelle de visitantes indeseados. Resistió a la lava abrasadora y a la ambición destructora de la civilización.

La fortificación renacentista, cuadrada, desnuda de oropeles parece escuchar el canto de alguna sirena enamorada de un soñador bucanero que encerrado en sus cámaras interiores cubiertas por sendas bóvedas de medio cañón escrutara absorto los secretos de un mapa clandestino. No hay tiempo para el amor.

Otros días parece que en la garita un centinela grita desesperado porque los berberiscos, los piratas ingleses o cualquier otro facineroso ataque a la población con sueño de siglos.

Por las noches, cuando el pueblo duerme ajeno a fechorías, el castillo vigila a los juerguistas hackers que apoyados en los muros o derrumbados en los bancos de piedra bromean entre las copas tintineantes de hielo, las cervezas sudorosas y el humo azulado de los cigarrillos, mientras navegan entre gigabytes y hackean por mundos inauditos.

 

La espadaña silenciosa y sin campana resalta recortada en la claridad de la luna. Parece que, en sordina, se escucha su tañido lastimero y nostálgico.